viernes, 27 de mayo de 2016

La Huerta de los Frailes, un jardín botánico sin querer

Hace catorce años, mi padre, Juan Lozano Becerra, uno de los campesinos herederos de aquel Antonio José Lozano Ayala que compró en 1845 la heredad del Monasterio de Cazalla tras la desamortización que el Estado realizó a la Orden de San Basilio Magno, ya muy mayor, con ochenta y uno años, decidió que era el momento de materializar el reparto de sus escasas tierras a sus cinco hijos, y no esperar a hacerlo cuando se muriese, lo que afortunadamente no ocurrió hasta catorce años después
A mí me correspondió la parcela conocida como el Puerto y Cerrillo de San Marcos, a escasa distancia de la iglesia y el viejo convento, y que había formado históricamente parte de las huertas  de los frailes y posteriormente de mi padre. Lógicamente sólo se utilizaba como huerta una pequeña parcela ubicada en la parte más alta del terreno que habían aterrazado, siendo el resto una escarpada pendiente donde sólo existían ochenta y seis viejos y centenarios olivos, unos cuantos almendros, y un pequeño bosque de pinos y encinas, lo único capaz de sobrevivir en aquel secarral.
El abandono del cultivo agroecológico en las últimas décadas, utilizando los abonos químicos y los herbicidas de forma continuada, convirtieron aquel terreno en un erial calcáreo y desertizado.
La decisión clara y determinante de pasar al cultivo ecológico aquel pedazo histórico conllevó, en primer lugar, el aterrazamiento de toda la pendiente para evitar la continuada y grave erosión; y en segundo lugar, construir en el punto más alto una alberca de agua como las que tradicionalmente construyeron en la zona los árabes y que han servido para recoger las aguas de los manantiales superficiales e irrigar las huertas.
Al poco de darme de alta como agricultor ecológico en la Consejería de Agricultura de la Junta de Andalucía recibí una carta de la de Medio Ambiente agradeciéndomelo y ofreciéndome gratuitamente la posibilidad de que plantase en la parcela, en las lindes y taludes, árboles y arbustos autóctonos de la región que ellos criaban en los viveros públicos para constituir reservas biológicas para refugio de la fauna salvaje. Pensaban, con buen criterio, que aquellos que decidíamos hacer agricultura ecológica éramos más proclives a desarrollar estos programas que el resto de los agricultores convencionales, que los rechazaban, obsesionados exclusivamente en producir kilos de aceituna y con ello recibir más subvenciones de la Unión Europea.
La carta venía acompañada de una lista amplia de especies arbóreas y unos recuadros para indicar el número de ejemplares que deseábamos de cada una. Sinceramente os confieso que aquello me indujo a pensar que pidiese lo que pidiese sólo me suministrarían unos cuantos  de manera testimonial. Por tanto, mi pedido fue de todas las especies y en un número total de dos mil trescientos ejemplares. Sí, leéis bien, dos mil trescientos ejemplares.
A los pocos días de enviar el pedido por fax, recibo una llamada telefónica:
- Oiga, soy el del camión con los árboles. Que dónde tengo que descargarlos?
- ¿Cómo dice? ¿Quién es usted?
- El transportista de los árboles del vivero Lugar Nuevo de Andújar. ¿No había hecho usted un pedido de árboles a la Junta?
Ya empezaba a relacionar la llamada con el fax que alegremente había enviado hacía pocos días.
- Sí, si lo hice. ¿Pero dónde dice que está y cuántos árboles trae?
- Estoy en una gasolinera de Bailén y traigo todos los árboles que usted había pedido. ¿Qué hago?
Cuando pensé en todo lo que había solicitado empezó a recorrerme un sudor frío por todo el cuerpo.
Y allí llegaron, en bandejas y macetas de plástico, pequeños plantones de uno o dos años de edad de nogales, olmos, sabinas de Cartagena, cipreses blancos, higueras, moreras, granados, membrilleros, fresnos, tarays, mejoranas, durillos, adelfas, espinos negros y blancos, aligustres, lavandas, arizónicas, algarrobos, almeces, mirtos, encinas, madroños, coscojas, labiérnagos, alcornoques, retamas, aladiernos, romeros, tomillos..., hasta dos mil trescientos ejemplares.
La plantación de los mismos se presentaba como una tarea ardua e infinita. Con mis hijos planté sin descanso la parte final de aquel invierno y la primavera, en los linderos y en los cantos, entre los olivos y los almendros,  y aún quedaban cientos por plantar. Para mantenerlos vivos en verano tuvimos que improvisar unos sombrajes a modo de vivero y aquello fue el comienzo de algo que nunca estuvo en la agenda y que se convirtió en una de las tareas centrales y hermosas de la Huerta de los Frailes. Nos picó el interés por aumentar la diversidad de especies, recolectando semillas de árboles de los parques de las ciudades de España o el extranjero que visitaba por trabajo u ocio. De golpe tuve castaños de Grecia y lilas de Persia de Córdoba, acacias tres espinas del Retiro de Madrid y árboles de China del Botánico, ciruelos de Agen de Francia y olivos de la Serranía del Turia; encinas de  La Falleda de Gerona y del Trastévere de Roma. Además, los amigos, cuando me visitaban, siempre venían cargados de sus vacaciones con otra multitud de semillas. Hasta mi mujer, de su viaje de cooperación internacional en Senegal, asomó con un baobad pequeñito, como una criatura envuelta en su toca.
Pero aquella tierra es lo que es: un suelo pobre, duro y calcáreo, con apenas materia orgánica, empobrecido durante siglos, erosionado hasta el límite, ardiente en verano, no siendo el más idóneo para muchas de nuestras plantas. Y, también, no siempre supimos o pudimos darles el mejor cuidado que cada árbol precisaba. Muchos murieron. Los más fuertes y aptos sobrevivieron.
El tiempo, las aportaciones de compost y los riegos hicieron el milagro. La masa vegetal fue creciendo, hasta convertirse en un vergel. Y así nació casi un jardín botánico..., sin querer. Y los animales -aves, reptiles, anfibios, insectos y mamíferos-,  efectivamente, como deseaba la Consejería de Medio Ambiente, se refugiaron en él.